domingo, 31 de agosto de 2008

El tesoro

Allí estaba otra vez sentada. En aquel banco, en la misma plaza de su infancia; en esa ciudad donde la gente estaba siempre ocupada, apurada; donde nadie se permitía disfrutar del aroma de las flores, del sonido que el viento ejecutaba en las hojas de los árboles, ni de la silueta que las nubes dibujaban en el horizonte.
Allí estaba, con un puñado de recuerdos en el bolsillo. Los surcos en su rostro delataban el paso del tiempo y su mirada perdida advertía la intención de capturar la imagen que noche a noche desvelaba sus sueños. Parecía no importarle un pequeño detalle “el tiempo”, sí. Se estaba acabando su tiempo.
El olor era el mismo, profundo y penetrante; capaz de envolverla, de seducirla y hacerla pensar que ese momento no era real, que sus sentidos le estaban jugando una mala pasada.
El sol castigaba los hilos grises y desteñidos que alguna vez habían lucido azabache y que la astucia del tiempo se había encargado de robarle el color y la gente que pasaba la miraba de lejos, nadie parecía entender el verdadero valor de las pequeñas cosas que habían colmado su vida y que le habían mostrado el costado dulce y colorido de sus días. Su pensamiento se conducía por el túnel del pasado sacudiendo recuerdos como éste...


“Era un día de sol como tantos otros. Sentadas en el banco de la plaza su abuelita le contó una historia; se trataba de golondrinas, de esas pequeñas aves migratorias que realizaban semejantes viajes.
Al ver su cara de asombro, luego de terminar con el relato le dijo.-¡mi niña! si levantas tus ojos verás un tesoro. Y allí estaban...oscuras y pequeñas, ilustrando los árboles de enfrente... no podía creer que seres tan pequeños fueran capaces de recorrer cada año miles de kilómetros. Quedo tan maravillada que desde ese día sería la espectadora número uno de semejante espectáculo que le brindaba la plaza de su ciudad”.


El ruido de los autos y el murmullo de la gente penetraban en sus oídos hasta instalarse en lo más profundo de su ser. El viento acariciaba su perfil como en otras ocasiones y en ese mismo lugar. Una y mil veces levantó su mano para secar su rostro humedecido por las lágrimas que se desplomaban de sus ojos. La vida se le resbalaba lentamente por la espalda; sabía que sería la última vez que ese banco soportaría el peso de su cuerpo siendo testigo de tantos suspiros de felicidad.
La paz inundaba cada rincón de su alma. Quería respirar todo el olor posible, deleitarse como nunca, vivir ese momento como el más intenso de su vida.
Había pasado toda la tarde en el mismo lugar observando el panorama de su niñez; las oscuras y pequeñas aves parecían alejarse y esfumarse en un punto lejano; tubo la sensación amarga de estar a la orilla de la vida. A su alrededor el aire se endurecía y lentamente la sumergía en un mar de incertidumbre. Comenzó a sentir frío... sus párpados se inmovilizaron, los latidos de su corazón quedaron en suspenso, su cuerpo se dejó caer como por arte de magia...aún no acababa de observar el espectáculo cuando la muerte la sorprendió.

María Julieta Salusso

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