Caían ya las primeras gotas. La noche estaba emergiendo lentamente desde la enorme concavidad del universo, la oscuridad característica del momento, coloreaba segundo a segundo todo el espacio sideral.
La cornisa del viejo centro comercial lo resguardaba. Lo protegía del agua que se empeñaba en mojarlo y hacerle sentir una vez más escalofríos en el cuerpo.
Las noches de invierno eran muy crueles, sobre todo para los más pobres.
El frío y el agua, se filtraban sin piedad por cada fragmento del grueso cartón que lo cubría. El escenario nocturno se reducía a la solitaria vista panorámica del lugar y la danza que los plátanos desnudos realizaban guiados por el viento… ¡qué ironía! las altas y oscilantes formas vegetales, al igual que Pedro; yacían bajo el capricho torrencial de la naturaleza.
Pedro aguantaba, ya estaba acostumbrado. Esta sensación no era nueva. La vida no había sido demasiado buena con él… ¡tantas veces había permanecido bajo la lluvia esperando que alguien tuviera piedad de su desdichada existencia!
Hubiera querido para él muchas cosas… formar una gran familia había estado en el puesto numero uno de su lista de deseos; quizás porque prácticamente se había criado solo, con un padre violento y una madre ausente que no hacía más que traer hijos al mundo sin ninguna responsabilidad.
A los doce años Pedro había huido del precario lugar donde vivía con el objetivo de ser alguien en el mundo… lo aturdía la idea de seguir los pasos de sus progenitores.
Muchas veces había intentado ganarse la vida decentemente. Aprendía rápidamente cualquier oficio. Quería trabajar… pero lamentablemente en este mundo en que vivimos, el que no tiene estudios y una pila de antecedentes positivos, buena presencia y qué se yo cuantas cosas más, queda fuera del sistema. Esto le había pasado a Pedro.
Los años le habían transitado por encima dejando surcos bien marcados en el rostro, blanqueando la oscura cabellera y dándole un lento acompasar a sus movimientos. Y allí estaba, prácticamente como al principio; con sesenta años en los bolsillos, solo y sin ningún objetivo cumplido. La única riqueza con la que ahora contaba, era el capital de la experiencia que le habían dejado los tiempos vividos. La belleza de los mil amaneceres observados. El aroma que el viento le robaba a las flores y dejaba en su nariz. Las noches dormidas a la luz de la luna. En fin, de alguna manera, así como tenía reproches que hacerle a la vida, Pedro consideraba que era más lo que tenía por agradecer. A pesar de su pobreza, se consideraba un privilegiado. No toda la gente se detiene a disfrutar de la simpleza de las cosas, de las maravillas que día a día la naturaleza nos ofrece gratuitamente.
Muchas preguntas retumbaban en su cabeza. ¿Quién decide el lugar y el momento en el que nacemos? ¿Por qué algunos tienen la vida prácticamente resuelta desde el principio y otros vagamos por el mundo sufriendo hambre, frío y todo tipo de necesidades?
Pedro increíblemente era feliz. A pesar de haber tenido una vida tan carente de todo lo material y tan solitaria, era una persona de buenos sentimientos. Más de una vez, lo vi compartiendo su escasa comida con el amigo que lo acompañó durante tantos años. Un perro de la calle que era su única fuente de calor para las noches de frío y la única presencia viviente que lo escuchaba durante horas, cuando se le daba por hacer un recuento de su existencia.
Las gotas de lluvia rebotaban fuerte contra la superficie de los viejos y deteriorados baldosones. La fuerza del agua al impactar contra los charcos dispersaba gotas por todos los rincones.
La mirada de Pedro se perdía ante el magnífico espectáculo que le estaba brindando la naturaleza.
En la vereda de enfrente los árboles seguían ofreciéndole aquella extraña danza guiados por el viento. Se acariciaban, subían y bajaban despojados de sus hojas, con sus finas ramas desnudas. No paraban de mecerse al compás de la sinfonía ejecutada por el viento. El sonido de las gotas se asemejaban a calurosos aplausos que no cesaban de alentar al cuerpo de bailarines… ¡qué grandioso espectáculo!
La noche estaba bastante avanzada, las calles deshabitadas de presencia humana dejaban correr lentamente el agua que se acumulaba en la superficie. Pedro, recostado contra la pared y cubierto con el cartón mojado, no dejaba que nada pasara inadvertido ante sus ojos. Temblaba de frío. Aguardaba expectante la venida del amanecer; le gustaba observar la llegada del día, sobre todo, cuando estaba lloviendo; juraba que tenía un encanto único. Era como un solemne ritual donde la vida lavaba y purificaba todo lo malo.
Casi a la madrugada, el sueño eterno lo sorprendió.
María Julieta Salusso